PJI: Ha escrito sobre los efectos corrosivos de las dictaduras para el pensamiento y las universidades. Entiendo el punto, pero confieso que también me deja algo perplejo. Quizás esta es una aflicción norteamericana, pero me parece difícil imaginar las ideas de los intelectuales como algo particularmente influyente o amenazador. Pero porque las dictaduras actúan para suprimir opiniones disidentes con tanta frecuencia, tengo con enfrentar la posibilidad de equivocarme. Tal vez bajo una dictadura los intelectuales pueden adquirir un sentido simbólico: encarnan la ausencia de libertad que otros sienten pero que no pueden expresar. Pero entonces la lucha exitosa contra una dictadura, emprendida por un intelectual, parece una búsqueda por la irrelevancia.
JE: Las dictaduras siempre terminan por combatir la disidencia intelectual. Por una razón que me parece muy clara: donde se suprime la oposición política, los escritores y los intelectuales y artistas terminan por convertirse en la única oposición posible. Y su lenguaje, aunque sea indirecto, metafórico, es rápidamente entendido por todos. Doy un ejemplo. Durante la dictadura de Pinochet asistí a una lectura de poesía de Nicanor Parra en una plaza del centro de Santiago. El poeta anunció en un momento del recital: “Poema censurado”. Y guardó silencio durante el tiempo que toma la lectura de catorce versos endecasílabos. Al final hubo una ovación extraordinaria. En esos días se hablaba de un “parlamento de los columnistas”. Eran las personas, muchas de ellas escritores, que escribíamos columnas en la prensa diaria. El parlamento, como se sabe, había sido clausurado, pero en muchas de esas columnas de opinión se ejercía una fuerte crítica al régimen. Había que autocensurarse y saber medir, pero se decían muchas cosas. Desde los comienzos de la transición política y cuando se recuperaron las libertades públicas, la voz de los intelectuales empezó a escucharse menos. Pero a veces se vuelve a escuchar.
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